jueves, 1 de diciembre de 2011

Solé.

Salí corriendo de casa. Me puse corriendo mi gabardina, los guantes y mi enorme bufanda marrón chocolate. Salí a la calle, los coches estaban congelados y hacía tan solo tres grados. Tenía un largo viaje por delante. Me marchaba por un año a Chicago a trabajar en un periódico americano. El taxi estaba esperándome a la vuelta de la esquina. Saqué una por una las maletas, lo menos veinte. Y mientras el taxista las iba metiendo en el maletero miré atrás. Vi mi casa, mi pisito de soltera. Humilde pero muy acogedor, tenía un toque especial y único. Tenía mi aroma y mis gustos. Vi todas las veces que salí por esa puerta apolillada, la gente que entró y salió por esa misma puerta. Las alegrías y las penas que había tenido durante esos años en ese piso. Tantos, amigos, tantos chicos, tantas borracheras, tanto trabajo, tantas desilusiones...

Me disponía a salir. Estaba triste. Echaba en todo momento la vista atrás pensando que él volvería diciéndome: Carla no te vayas, te necesito aquí al lado mío. O verle con tropecientas maletas acercándose a mí. Él era la única razón por la que me había planteado dejar pasar la oportunidad de mi vida. Pero no apareció. No sería tan importante para él, como él lo fue para mí. En ese momento me dí cuenta. Todo mentiras, todo sonrisas falsas, todo ilusiones engañosas, todo estrellas fugaces. Y pensar que casi no me voy por él.

Me monté en el taxi. Las lágrimas comenzaron a salir de mis ojos. Estos estaban hinchados. La tarde anterior fui a casa a despedirme de mi familia y no fue nada agradable la verdad. Les iba a echar muchísimo de menos. Son uno de los pilares de mi vida y ahora no iba a poder coger el coche e ir a verles, a pedirles consejos, a que me pongan su hombro cuando esté llorando.

El viaje comenzó. Pasamos por muchos lugares conocidos para mí, por ejemplo: el bar donde celebré que ya era oficialmente periodista, la discoteca donde conocí a Dani, la tienda dónde me compraba mi magdalena de arándanos y mi café con leche todas las mañanas, por el quiosco dónde compraba todas las semana mi tabaco y las revistas de moda. Pasamos por la tienda dónde me compre mis primeros Louboutin, tengo gustos caros lo sé. E irremediablemente para llegar al aeropuerto teníamos que pasar por el puente Solé. No era un puente cualquiera. Era nuestro lugar preferido en el mundo. Dónde pusimos unos quince candados. Y os preguntareis  ¿Para qué tanto candado? El ayuntamiento los arrancaba y los tiraba al río. Allí comíamos palomitas y dábamos de comer a las palomas. Allí me lo volví a encontrar después de un año sin volvernos a ver. El destino me parece que se llama. Desde allí veíamos las puestas de sol y nos adentrábamos juntos en la noche. Allí me dijo por primera vez que me quería, y que yo era especial, diferente a las demás. Allí estuvimos muchas horas, demasiadas quizás. Era nuestro puente, nuestro lugar, nuestro amor en forma física. Pero allí ya no quedaba nada de lo que antes había. Ahora estaba todo sombrío, con mucha niebla, casi no se veía. No había ni un alma cruzándolo. Yo creo que nos echaba de menos, que al igual que yo estaba triste y necesitaba su presencia.


Pero las cosas no duran para siempre, de ahí lo bonito. Yo me fui. Cogí el avión y me fui, hacia mi futuro, hacia mi Chicago. El pasado, pasado está. 

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